domingo, 12 de febrero de 2012

                                               RELATO

                  CARMEN Y LAS CUATRO ESTACIONES

Aquella tarde a finales de la primavera, en la hora de la siesta cuando más calentaba el sol, Carmen se entretenía mirando la calle sentada en el alféizar de la ventana que se encontraba en el interior de la habitación. ¡Cuántas horas pasaría mirando la calle así, casi a oscuras, solo iluminada con los pequeños rayos de luz que entraba por las rendijas! Observaba los  nudos de los postigos de madera que desprendían colores luminosos por los destellos del sol. Le fascinaban aquellos tonos anaranjados, rosados, rojizos, aquella mezcla de colores brillantes que traspasaba por aquellos nudos… A  veces se le antojaba que eran como los caramelos  que vendían en las ferias, aquellos caramelos de colores tan brillantes y alegres… (A Carmen le gustaban más los colores que los caramelos). 
La calle era poco transitada, la sombra de quienes pasaban se proyectaba en la blanca pared de cal de la pequeña habitación. Ella, por la sombra intentaba adivinar quien era la persona o el animal que pasaba, a veces un perro o un gato, otras  veces algún pajarillo sediento se posaba en la cornisa. La chica imaginaba que veía una película; de pronto un pájaro grande se posó en el árbol que había junto al mirador; de momento se asustó al ver esa sombra proyectada en la pared, pero adivinó que era una gran cigüeña de las que cada año anidaban en la torre de la iglesia, que había vuelto al pueblo para criar a sus polluelos; cada día escuchaba el crotoreo de sus picos cuando danzaban cortejándose; (al escucharlas los niños y niñas del pueblo decían que estaban haciendo el gazpacho), y mientras contemplaba aquella impresionante sombra en el frente de la habitación y el sonsonete de su pico, Carmen fue sintiendo  que poco a poco se le cerraban los ojos y cayó en un profundo sueño.
 Cuando despertó todo había cambiado, la primavera dio paso a un verano caluroso lleno de color, amores y pasión, alegrías y risas llenaban la estancia, ya no miraba las sombras en la pared, ahora se sentaba en el alféizar para peinar su rubia y larga melena con mimo y parsimonia, mirándose en el espejo mientras cantaba las canciones de la época. Bailaba al ritmo de una música desenfrenada, su cuerpo cambió de niña a mujer. Se enamoró y soñó, se desamoró y sufrió, se volvió a enamorar y  voló del nido, creó el suyo propio en compañía de su amor y en aquél nido crió a sus crías.
Se peinaba, acariciaba su melena  ahora ya con algunas hebras de plata, se  acicalaba mirándose al espejo y descubrió las primeras arrugas en su rostro. Ya no se sienta  en aquél alféizar, ahora se sienta en su sillón, da rienda suelta a sus pensamientos y va desgranando lentamente los recuerdos… Se queda dormida.
Despierta con frío, ha llegado el otoño y no estaba preparada para recibirlo, un dolor agudo se instala en su espalda, pero ella no se deja amedrentar y continúa su vida como si aún fuera verano, la alegría innata la acompaña aunque a veces la soledad pesa y se deprime, pero sabe que no hay tiempo para esas cosas y se recompone disfrutando de los momentos. El amor ahora es diferente, hay más amor, más sabiduría, disfruta leyendo, escribiendo… ahora no se sienta en su sillón, se sienta en su mecedora blanca en un balanceo lento mientras recuerda los tiempos pasados,  se mira al espejo y descubre que su cuerpo ha envejecido muy deprisa, su  cara se va poblando de pliegues, su cabello totalmente plateado  y dolores que se han acomodado en su cuerpo y en su alma, el otoño va llegando a su fin.  Se sienta en una silla,  coge el cepillo y cepilla su melena de plata con la misma parsimonia que aquél principio de verano, vuelve hasta su mecedora y mientras escucha una música suave se queda dormida.
Al despertar comprueba que no tiene fuerzas para levantarse, el frío ha entumecido sus articulaciones, los dolores son más agudos y no le basta la voluntad, el invierno llegó sin apenas avisar. Ahora la ayudan a levantarse, camina lentamente arrastrando los pasos, lee y a veces no se entera de nada, pero dice que quiere tener la mente clara mientras dure su existencia. Sus arrugadas manos apenas pueden sostener el bolígrafo, pero con calma va escribiendo sus recuerdos, afortunadamente su memoria es buena y a pesar de las dificultades lo consigue (Dice que para que sus descendientes la conozcan hasta después de finalizado su invierno). Ella, Carmen quiere dejar huella. Termina de escribir y sentada en su mecedora blanca, entrelazando sus dedos, pone sus manos sobre su regazo, cierra los ojos y se ve sentada en aquél alféizar de aquella ventana en la que se sentaba en su primavera, volvió a ver las sombras en la pared, y volvió a ver aquella gran cigüeña que cada primavera volvía a su nido. Ella también volvió a aquel nido de primavera y  feliz cayó en su último sueño  para no despertar nunca más.
Las cuatro estaciones concluyeron.
El invierno se fue y con él, Carmen.

Mª Carmen Díaz Maestre. 27/10/2011






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