Quería escribir pero no sabia qué, buscaba en su mente y veía cientos de historias desordenadas pero no encontraba el modo de ponerlas en orden para después poderlas elegir e hilvanar. Porque las historias se hilvanan como se hilvana una prenda de vestir. Lo mismo que si tuviera entre las manos varias telas, a las que les da mil vueltas antes de decidirse en la que cortar el patrón, así volteaba ella las historias en su cabeza hasta que al fin se decidió por la que a continuación nos viene a contar.
Era una hermosa tarde de verano en la que Carla y sus amigas salieron a pasear por el camino que va al río, era un camino angosto, tenían que ir en fila india, serpenteante y ascendente; en algunos puntos se estrechaba más aún, haciendo más difícil el acceso, pero eran chicas de catorce o quince años y no querían darse la vuelta sin haber llegado al río, sabían que los chicos iban por allí, y ellas que estaban en la edad de la rebeldía querían demostrar y demostrarse que no eran diferentes a los chicos.
Todas habían estrenado zapatos y entre risas se cambiaban los zapatos unas con otras y se decían: ¡Mira que venir por este sendero con zapatos! Nunca pensaron que algo pasaría, Carla no quería mirar hacia el precipicio, el miedo la invadía y para que ese miedo se ausentara, animaba a cantar y cantaban a coro canciones de la época.
Llevaba su alegría como estandarte, y allá a donde quiera que fuera la contagiaba, esa era una de sus virtudes, la alegría y la simpatía.
Carla, era bajita y rellena, la más bajita y la más rellena de sus amigas, y muchas veces sintió complejos que la entristecían momentáneamente, porque ella sola se consolaba cuando veía a gente que aunque fueran altas y delgadas también eran desgarbadas, o cuando veía a alguien cojo o manco, o sordo o ciego, o mudo, entonces ella se miraba al espejo y se decía: -Bueno soy bajita y rellena, ¿y que? Tengo mis dos manos, mis piernas y pies, tengo mis oídos sanos que escucho los sonidos más maravillosos, tengo mis ojos con los que contemplo el mundo que me rodea, ¿Qué importa que sea bajita? Se hacer cosas y se aprender, y puedo dar de mí todo el amor que hay en mi corazón. Llegados a ese punto pensaba en el tamaño de su corazón, sentía que su corazón era pequeñito, como era ella, pero que cabía muchas cosas en él, cosas que no se ven pero que se sienten, y ella tenía muchos buenos sentimientos.
Caminaban en fila india cantando, cuando en una curva vieron aparecer a un jinete galopando a lomos de un caballo blanco, subieron a la ladera para evitar ser atropelladas, pasó el jinete veloz como un rayo, desapareciendo al momento, todas se quedaron sorprendidas de la desaparición tan rápida como una estrella fugaz. Todas bajaron nuevamente al camino un poco desconcertadas, con una extraña sensación; todas menos Carla que era torpe para las bajadas, ella lo sabía y eso le hacía temblar, las amigas la animaban para que no tuviera miedo, - Ven, dame la mano. –Ya veras que no te pasará nada. –Tego miedo. Decía Carla mientras miraba el despeñadero que parecía llamarla, no quería bajar, pero tampoco podía subir, era una subida muy empinada y era imposible trepar, menos aún con zapatos de medio tacón, después de largo rato, se decidió a bajar, y sin poder controlar su cuerpo cayó por aquel despeñadero que parecía llamarla. Fue dando tumbos, tiñendo las peñas y las plantas con su sangre.
Carla murió aquél fatídico día. En aquellos parajes entre las rocas crecieron muchas encinas y un rosal de rosas rojas.
Cuentan que desde entonces en las tardes de verano aparece por aquellos parajes un jinete y una dama a lomos de un caballo blanco cantando bellas melodías de amor.
Ella lleva una falda larga, de color rojo sangre y una blusa blanca y en su melena prendida una rosa roja, siempre va descalza. Él va vestido con traje negro y camisa blanca, y una rosa roja en el hojal de su chaqueta. También cuentan que ella cuida de las rosas y que baja al río cada mañana a por el agua para regarlas, dicen que se baña cada atardecer y que su piel es anacarada, y dicen que al pasar por allí se respira una paz infinita.
Mª Carmen Díaz Maestre.
Era una hermosa tarde de verano en la que Carla y sus amigas salieron a pasear por el camino que va al río, era un camino angosto, tenían que ir en fila india, serpenteante y ascendente; en algunos puntos se estrechaba más aún, haciendo más difícil el acceso, pero eran chicas de catorce o quince años y no querían darse la vuelta sin haber llegado al río, sabían que los chicos iban por allí, y ellas que estaban en la edad de la rebeldía querían demostrar y demostrarse que no eran diferentes a los chicos.
Todas habían estrenado zapatos y entre risas se cambiaban los zapatos unas con otras y se decían: ¡Mira que venir por este sendero con zapatos! Nunca pensaron que algo pasaría, Carla no quería mirar hacia el precipicio, el miedo la invadía y para que ese miedo se ausentara, animaba a cantar y cantaban a coro canciones de la época.
Llevaba su alegría como estandarte, y allá a donde quiera que fuera la contagiaba, esa era una de sus virtudes, la alegría y la simpatía.
Carla, era bajita y rellena, la más bajita y la más rellena de sus amigas, y muchas veces sintió complejos que la entristecían momentáneamente, porque ella sola se consolaba cuando veía a gente que aunque fueran altas y delgadas también eran desgarbadas, o cuando veía a alguien cojo o manco, o sordo o ciego, o mudo, entonces ella se miraba al espejo y se decía: -Bueno soy bajita y rellena, ¿y que? Tengo mis dos manos, mis piernas y pies, tengo mis oídos sanos que escucho los sonidos más maravillosos, tengo mis ojos con los que contemplo el mundo que me rodea, ¿Qué importa que sea bajita? Se hacer cosas y se aprender, y puedo dar de mí todo el amor que hay en mi corazón. Llegados a ese punto pensaba en el tamaño de su corazón, sentía que su corazón era pequeñito, como era ella, pero que cabía muchas cosas en él, cosas que no se ven pero que se sienten, y ella tenía muchos buenos sentimientos.
Caminaban en fila india cantando, cuando en una curva vieron aparecer a un jinete galopando a lomos de un caballo blanco, subieron a la ladera para evitar ser atropelladas, pasó el jinete veloz como un rayo, desapareciendo al momento, todas se quedaron sorprendidas de la desaparición tan rápida como una estrella fugaz. Todas bajaron nuevamente al camino un poco desconcertadas, con una extraña sensación; todas menos Carla que era torpe para las bajadas, ella lo sabía y eso le hacía temblar, las amigas la animaban para que no tuviera miedo, - Ven, dame la mano. –Ya veras que no te pasará nada. –Tego miedo. Decía Carla mientras miraba el despeñadero que parecía llamarla, no quería bajar, pero tampoco podía subir, era una subida muy empinada y era imposible trepar, menos aún con zapatos de medio tacón, después de largo rato, se decidió a bajar, y sin poder controlar su cuerpo cayó por aquel despeñadero que parecía llamarla. Fue dando tumbos, tiñendo las peñas y las plantas con su sangre.
Carla murió aquél fatídico día. En aquellos parajes entre las rocas crecieron muchas encinas y un rosal de rosas rojas.
Cuentan que desde entonces en las tardes de verano aparece por aquellos parajes un jinete y una dama a lomos de un caballo blanco cantando bellas melodías de amor.
Ella lleva una falda larga, de color rojo sangre y una blusa blanca y en su melena prendida una rosa roja, siempre va descalza. Él va vestido con traje negro y camisa blanca, y una rosa roja en el hojal de su chaqueta. También cuentan que ella cuida de las rosas y que baja al río cada mañana a por el agua para regarlas, dicen que se baña cada atardecer y que su piel es anacarada, y dicen que al pasar por allí se respira una paz infinita.
Mª Carmen Díaz Maestre.
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